23 de marzo de 2019

TERCER DOMINGO DE CUARESMA - CICLO C



La paciencia de Dios. 

Jesús, en el Evangelio, nos apremia a la conversión. No podemos alargar más en el tiempo nuestra conversión y nuestra vuelta a Dios. Jesús nos lo explica con la parábola de la higuera. Dios es aquel señor que desea cortar la higuera que no da fruto. Pero el viñador, figura de Cristo, interviene ante aquel hombre para pedirle que tenga paciencia, que no corte todavía la viña, que espere un año para ver si da fruto. El viñador se compromete a cuidar la viña y a abonarla, en espera que finalmente dé fruto. Nos recuerda Jesús con esta parábola que Dios tiene paciencia con nosotros, que es paciente y espera que demos fruto. Pero también nos apremia para que no retrasemos durante más tiempo nuestra conversión. El fruto de nuestras buenas obras, que comienza por la conversión y por dejar atrás lo que es malo y lo que no agrada a Dios, es lo que Él espera de nosotros. No retrasemos más nuestra conversión. Dios aguarda paciente a que volvamos a Él.
En este tercer domingo recordamos que la cuaresma es tiempo de conversión, y que la conversión no podemos retrasarla más en el tiempo. Dios nos salva a través de Cristo, nos saca de la esclavitud de nuestras malas acciones, pero nosotros hemos de corresponder a esa salvación. Dejemos atrás lo que desagrada a Dios, comencemos ya desde hoy a vivir las buenas obras que Dios espera, y con su gracia avancemos por el camino de la conversión en esta Cuaresma.


 III Domingo de Cuaresma: Lc 13, 1-9 ” Ten Esperanza…”

Siempre hay un lugar y una hora exacta en la que el Señor quiere encontrarse con nosotros. Es el momento que marca el comienzo de la conversión o del rechazo radical. Esa conversión es un camino que exige constancia y una decisión siempre renovada de proseguir el viaje a pesar de todo. Si en la antigua alianza el pueblo caminaba bajo la guía de Moisés, para nosotros el camino a seguir es el mismo Hijo de Dios, Jesucristo. Él es quien nos saca de la esclavitud del pecado, quien nos saca de nosotros mismos.
El sentido de la vida eclesial es ayudarse fraternalmente a caminar por las sendas de la conversión, o sea, ayudarse a buscar y seguir a Jesús. Hay que desear ardientemente que ninguno se extravíe, que ninguno se retrase o se aleje. A esto precisamente nos invita el Evangelio de hoy, que concluye con la parábola de la higuera estéril. El labrador que ruega que no la corten todavía es Jesús. Como intercesor nuestro, dirá hasta el final de los tiempos: “Espera un poco, un poco todavía, que la cuidaré más”. Todos los cuidados que Jesús nos prodiga con su Palabra, con los sacramentos, con sus intervenciones providenciales –y lo son también los acontecimientos dolorosos–, son ofertas de conversión. Dejémosle, pues, que nos cultive. La Palabra sagrada es como un arado, y también como una semilla sembrada para que pueda producir fruto.



No hay, netamente, buenos y malos. Todos estamos necesitados de conversión; nadie puede decir que está libre de culpa. Dios da a todos una segunda oportunidad.





SAN JOSÉ ORIOL

Nació en Barcelona, España, y quedó huérfano de padre siendo todavía muy pequeño. Jovencito fue admitido como monaguillo y cantor en una iglesia, y viendo los sacerdotes su gran piedad y devoción se propusieron costearle los estudios de seminario. Pasaba muchas horas rezando ante el Santísimo Sacramento en el templo.
Ordenado sacerdote, y habiendo recibido en la universidad el grado de doctor, se dedicó a la educación de la juventud. Era sumamente estimado por las gentes y muy alabado por su gran virtud y por sus modos tan amables que tenía en el trato con todos, pero Dios le dejó ver el estado de su alma y desde ese día ya no tuvo José ningún sentimiento de vanidad ni de orgullo. Se dio cuenta de que lo que ante los ojos de la gente brilla como santidad, ante los ojos de Dios no es sino miseria y debilidad. Desde el día en que Dios le permitió ver el estado de su alma, José Oriol se propuso nunca más volver a comer carne en su vida y ayunar todos los días.
A San José Oriol le concedió Dios el don de la dirección espiritual. Las gentes que iban a consultarlo volvían a sus casas y a sus oficios con el alma en paz y el espíritu lleno de confianza y alegría. A las personas que dirigía les insistía en que su santidad no fuera sólo superficial y externa, sino sobre todo interior y sobrenatural.
El santo nunca se atribuía a él mismo ninguno de los prodigios que obraba. Decía que todo se debía a que sus penitentes se confesaban con mucho arrepentimiento y que por eso Dios los curaba. En sus últimos años obtuvo de Dios el don de profecía y anunciaba muchas cosas que iban a suceder en el futuro. Y hasta anunció cuando iba a suceder su propia muerte. En un día del mes de marzo del año 1702, mientras cantaba en su lecho de enfermo un himno a la Virgen María, murió santamente. Tenía apenas 53 años.

SANTA FRANCISCA DE LAS 5 LLAGAS


Nació en Nápoles (Italia) en 1715. Su padre era un tejedor, hombre de terrible mal genio. La mamá era una mujer extraordinariamente piadosa, la cual antes del nacimiento de la niña, ante los tratos tan violentos de su esposo y ante el misteriosos sueños que había tenido, le consultó el caso a San Francisco Jerónimo, el cual le profetizó que tendría una hija a la cual Dios le hablaría por medio de revelaciones.