7 de enero de 2024

¡YA ESTAMOS DE VUELTA!

 


FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

 


Con el Bautismo del Señor concluye el Tiempo de Navidad. La Iglesia nos invita a contemplar nuevamente a Jesús, pero en una segunda “epifanía” (manifestación) de sí mismo: como Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Así lo corrobora el relato del Evangelio según San Mateo:

«En aquel tiempo, Jesús llegó de Galilea al río Jordán y le pidió a Juan que lo bautizara. Pero Juan se resistía, diciendo: “Yo soy quien debe ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que yo te bautice?” Jesús le respondió: “Haz ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Entonces Juan accedió a bautizarlo. Al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios, que descendía sobre él en forma de paloma y oyó una voz que decía desde el cielo: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”» (Mt 3, 13-17).

Agua que purifica realmente

Jesús, Dios y hombre sin mancha, es bautizado por Juan. ¿Por qué es esto, si en Él no hay pecado? La pregunta roza el misterio: a través de un signo sensible, Jesús, con su Bautismo, le está abriendo la puerta de la salvación a todo el género humano. Nuestra naturaleza dañada por el pecado original queda restituida por el agua bautismal.

En el siglo V, San Máximo de Turín, haciendo referencia a esa agua del Bautismo del Señor, señalaba lo siguiente: “Cuando se lava el Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo y queda limpia la fuente, para que pueda luego administrarse a los pueblos que habían de venir a la gracia de aquel baño”.

Es decir, Cristo es la fuente de toda pureza y si Él no nos lava, el pecado mantendrá su dominio sobre nosotros. Las aguas del Bautismo tienen un profundo significado: una vida nueva y la libertad auténtica.





 


TIEMPO DE NAVIDAD


Cuando se hubieron cumplido los acontecimientos que debían preceder al advenimiento del Mesías, de acuerdo con los vaticinios de los antiguos profetas, Jesús llamado el Cristo, Hijo de Dios eterno, se encarnó en el seno de la Virgen María y, hecho hombre, nació de ella para la redención de la humanidad. Desde la caída de nuestros primeros padres, la sabia y misericordiosa providencia de Dios había dispuesto gradulamente todas las cosas para la realización de sus promesas y el cumplimiento del más grande de sus misterios: la encarnación de su divino Hijo.
Por aquel entonces, el Emperador Augusto emitió un decreto para llevar a cabo un censo en el cual todas las personas debían registrarse en un lugar determinado según sus respectivas provincias, ciudades y familias. Hasta Belén, cerca de la ciudad de Jerusalén, llegaron San José y la Virgen María procedentes de Nazaret, y estando allí, le llegó la hora de dar a luz de la Virgen, trayendo al mundo a su divino Hijo a quien envolvió en lienzos y lo recostó en la paja del pesebre.

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