“Un corazón que ve”
El Señor mira el corazón del hombre; el hombre se queda en la apariencia; al menos el hombre que aún no ha dado el paso de ser oscuridad a ser luz en Cristo Señor. El que permanece en la oscuridad no sólo no se ve a sí mismo, sino que ni siquiera ve a los demás, no va más allá de la superficie, del aparentar, a menudo tan efímero y engañoso. El que no se deja “despertar” de la muerte oscura del propio pecado, no tiene la iluminación necesaria para mirar los corazones e inclinarse sobre las llagas de la humanidad que sufre, permaneciendo listo solo para juzgar y sentenciar a personas y situaciones.
Ciertamente el pecado es oscuridad y ceguera, es muerte de la cual solo Cristo puede sacarnos, iluminándonos y resurgiéndonos en él a la vida de gracia. Pero sin embargo, podemos preguntarnos, ¿de dónde viene entonces la ceguera del dolor, de la enfermedad, que prontamente es condenada por quien es ciego y no sabe mirar el corazón? ¿Quién ha pecado para que el ciego naciera tal?
Con demasiada frecuencia estamos inclinados a mirar el sufrimiento como no videntes, como una punición, una condena, una pena expiatoria de quizá cuál culpa cometida por nosotros conscientemente, o por otras personas, cargando inconscientemente el peso. El Maestro hoy da un vuelco total a la perspectiva: la enfermedad no es fruto de un pecado, sino “ocasión” para la manifestación de la acción salvífica de Dios. ¡No desgracia, sino gracia, para nosotros y para los demás!
¡Cuán ciegos somos al no quererlo saber ver y, viéndolo, acogerlo! Con frecuencia, apenas el sufrimiento golpea a la puerta de nuestra vida, estamos prontos a gritar “¿Qué mal he hecho?”
Por lo tanto, se necesita la fe del ciego de nacimiento que, aún a tientas y ante la sola palabra de Jesús, va a lavarse a la piscina de Siloé. Va con la confianza de quien sabe que el Señor lo está recreando como del barro que había plasmado al primer hombre, santo e inmaculado en el amor. Se necesita la humildad para reconocer que somos ciegos, necesitados de ser salvados, mucho más del pecado, que sanados de nuestras enfermedades; conscientes de que estas últimas son oportunidades para que se manifieste la gloria de Dios en nosotros, en tanto cuánto la primera de testimoniar la misericordia del Señor para con nosotros.
El IV Domingo de Cuaresma es un Domingo excepcional, esta Dominica cuarta de Cuaresma, se llama “Laetare", debido a la antífona gregoriana del Introito de la Misa, tomada del libro del Profeta Isaías (Is. 66, 10): Regocíjate, Jerusalén, vosotros, los que la amáis, sea ella vuestra gloria. Llenaos con ella de alegría, los que con ella hicisteis duelo, para mamar sus consolaciones; para mamar en delicia a los pechos de su gloria.
La liturgia de este Domingo se ve marcada por la alegría, ya que se acerca el tiempo de vivir nuevamente los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, se rompe el esquema litúrgico de la Cuaresma, con algunas particularidades:
1.- Predomina el carácter alegre
2.- Se usa color rosáceo en los ornamentos
3.- Los ornamentos pueden ser más bellamente adornados.
4.- Los diáconos pueden utilizar dalmática.
5.- Se puede utilizar el Órgano.
El Domingo Laetare nos invita a mirar más allá de la triste realidad del pecado, mirando a Dios, quien es fuente de infinita Misericordia. Es una nueva invitación a convertirnos de corazón hacia Dios, para amarlo y cumplir sus preceptos, que nos hacen libres. Así mismo, no se debe olvidar que permanecemos en Cuaresma, por lo cual el Domingo Laetare no es un alto de la penitencia, sino que es para recordarnos que siempre, detrás de toda penitencia está el deber de aborrecer el pecado, el propósito de no pecar más y de confesar los pecados, para así vivir en Gracia, que nos es otorgada por Dios en su infinita misericordia.
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