María
de la Cabeza nació en Madrid o no lejos de esta localidad. Sus padres, piadosos
y honestos, pertenecían al grupo de los llamados mozárabes. Fue esposa de san
Isidro Labrador. No es fácil decir con qué santidad y trabajos llevó su vida de
mujer casada. Sus ocupaciones eran arreglar la casa, limpiarla, guisar la
comida, hacer el pan con sus propias manos, todo tan sencillo que lo único que
brillaba en su vida eran la humildad, la paciencia, la devoción, la austeridad
y otras virtudes, con las cuales era rica a los ojos de Dios. Con su marido era
muy servicial y atenta. Vivían tan unidos como si fueran dos en una sola carne,
un solo corazón y un alma única. Le ayudaba en los quehaceres rústicos, en
trabajar las hortalizas, y en hacer pozos no menos que en el oficio de la
caridad, sin abandonar nunca su continua oración.
Como
ambos esposos no tenían mayor ilusión que llevar una vida pura y fervorosamente
dedicada a Dios, un día se pusieron de acuerdo para separarse, después de criar
su único hijo, quedándose él en Madrid, y ella marchándose a una ermita,
situada en un lugar próximo al río Jarama. Su nuevo género de vida solitaria,
casi celeste, consistía en obsequiar a la Virgen, hacer largas y profundas
meditaciones, teniendo a Dios como maestro, limpiar la suciedad de la capilla,
adornar los altares, pedir por los pueblos vecinos ayuda para cuidar la
lámpara, y otros menesteres.
Estando
entregada a esta clase de vida piadosa, unos hombres enemigos, sembradores de
cizaña en aquel campo tan limpio de malas hierbas, comunicaron a Isidro que
hacía mala vida con los pastores. El santo varón, buen conocedor de la
fidelidad y del pudor de su esposa, rechazó a los delatores como agentes del
diablo. De todos modos quiso saber de donde habían sacado aquellas especulaciones.
La siguió los pasos uno de tantos días. Con sus propios ojos vio que su mujer,
como de costumbre, con la mayor naturalidad, se acercó al río, que, aquel día
bajaba lleno de agua, por las lluvias abundantes caídas y, con mucho
ímpetu extendió su mantilla sobre la corriente y, como si fuera una barquilla,
pasó tranquilamente a la otra orilla, sin dificultad alguna. Con la
contemplación directa de esta escena, repetida en otros días, el honor de esta
mujer continuó intacto ante su marido y ante los vecinos de la comarca.
En
los últimos años de su vida regresó a Madrid y de nuevo empezó a vivir con la
admirable vida santa de antes. Después de morir su marido, volvió a su querida
casa de la Virgen, como si fuera una ciudad bien defendida por Dios. En este
lugar murió, llena de años y méritos.
Fue
enterrada piadosa y religiosamente en la misma ermita, en un lugar,
especialmente escogido por miedo a una posible profanación de los sarracenos.
Cuando éstos fueron expulsados a sus tierras africanas, vigente todavía el
ejemplo de la vida santa de esta mujer, fueron localizados sus restos, gracias
a una inspiración del cielo. Al sacarlos, todos advirtieron un olor
especialmente agradable, nunca percibido.
Hoy
sus restos se veneran en Madrid. Muchos aseguran que hace incontables milagros,
principalmente curaciones repentinas de dolores de cabeza. Todas esas
circunstancias, examinadas por jueces apostólicos, hicieron que Inocencio XII
aprobara su culto inmemorial y que últimamente Benedicto XIV le concediera Misa
y Oficio propio, asignando la fiesta para un día de mayo en Madrid y en toda la
diócesis toledana.
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