Con el Bautismo del Señor concluye el Tiempo de Navidad.
La Iglesia nos invita a contemplar nuevamente a Jesús, pero en una segunda
“epifanía” (manifestación) de sí mismo: como Segunda Persona de la Santísima
Trinidad. Así lo corrobora el relato del Evangelio según San Mateo:
«En aquel tiempo, Jesús llegó de Galilea al río Jordán y
le pidió a Juan que lo bautizara. Pero Juan se resistía, diciendo: “Yo soy
quien debe ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que yo te bautice?” Jesús le
respondió: “Haz ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos
todo lo que Dios quiere”. Entonces Juan accedió a bautizarlo. Al salir Jesús
del agua, una vez bautizado, se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de
Dios, que descendía sobre él en forma de paloma y oyó una voz que decía desde
el cielo: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”» (Mt 3,
13-17).
Agua que purifica realmente
Jesús, Dios y hombre sin mancha, es bautizado por Juan.
¿Por qué es esto, si en Él no hay pecado? La pregunta roza el misterio: a
través de un signo sensible, Jesús, con su Bautismo, le está abriendo la puerta
de la salvación a todo el género humano. Nuestra naturaleza dañada por el
pecado original queda restituida por el agua bautismal.
En el siglo V, San Máximo de Turín, haciendo referencia a
esa agua del Bautismo del Señor, señalaba lo siguiente: “Cuando se lava el
Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo y queda
limpia la fuente, para que pueda luego administrarse a los pueblos que habían
de venir a la gracia de aquel baño”.
Es decir, Cristo es la fuente de toda pureza y si Él no
nos lava, el pecado mantendrá su dominio sobre nosotros. Las aguas del Bautismo
tienen un profundo significado: una vida nueva y la libertad auténtica.
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