El Tiempo Ordinario, o más propiamente dicho Tiempo Durante
el Año, es el espacio más largo dentro del Año Litúrgico. Su nombre no significa
que sea «ordinario» en el sentido de tener poca importancia, o ser
insignificante. Con ese nombre solo se le quiere distinguir de los “tiempos
fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad, con su preparación y
prolongación respectiva. Es un tiempo menor o «menos fuerte» en relación con
los demás, el más antiguo dentro de la organización del año litúrgico y el que
ocupa la mayor parte, 33 ó 34 semanas, de las 52 que existen.
Antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, I
este tiempo se dividía en dos partes denominadas tiempo después de epifanía y
tiempo después de pentecostés, respectivamente. Los domingos de cada parte
tenían su propia numeración sucesiva independientemente de la totalidad de la
serie. Ahora, en cambio, todos forman una sola serie, de manera que al
producirse la interrupción de tres meses con la cuaresma y la pascua, la serie
continúa después del domingo de pentecostés. Pero sucede que unos años empieza
el tiempo ordinario más pronto que otros —a causa del ciclo natalicio—. Esto
hace que tenga las treinta y cuatro semanas o solamente treinta y tres. En este
caso, al producirse la interrupción de la serie, se elimina la semana que tiene
que venir a continuación de la que queda interrumpida. Hay que tener en cuenta,
no obstante, que la misa del domingo de Pentecostés y la de la Solemnidad de la
Santísima Trinidad sustituyen a las celebraciones dominicales del tiempo
ordinario
- Además de los tiempos que tienen un carácter propio, quedan
33 o 34 semanas en el curso del año, en las cuales no se celebra algún aspecto
peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de
Cristo en su plenitud, principalmente los domingos. Este período de tiempo
recibe el nombre de Tiempo Ordinario.
- El Tiempo Ordinario comienza el lunes que sigue al domingo
posterior al 6 de enero, es decir, lunes posterior a la celebración del Bautismo
del Señor y se extiende hasta el martes antes de Cuaresma, inclusive. De nuevo
comienza el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las
primeras Vísperas del domingo I de Adviento (Normas Universales sobre el Año
Litúrgico, 43-44)
De estas normas se desprende la importancia de este ciclo en
el año litúrgico: es un tiempo que nos ayuda a vivir el Misterio de Cristo en
su plenitud, llevándonos hacia el encuentro con Él en lo cotidiano e
instruyéndonos a través de la Palabra organizada en los diferentes
leccionarios. Descubrimos que en cada día de nuestra vida nos encontramos con
la salvación que Cristo nos ofrece permanentemente, y que la reconciliación con
Dios no está reservada solo para los «tiempos fuertes».
Su contenido se desarrolla con más naturalidad que los
tiempos fuertes, en los que predomina una temática muy concreta. El tiempo
ordinario no celebra un misterio particular de la historia de la salvación,
sino que se celebra al mismo misterio de Cristo en su plenitud. La lectura continuada, por ejemplo de un
evangelio específico para un ciclo determinado, permite al pueblo de Dios ir
profundizando en un orden cronológico, si se quiere llamar así, la historia de
la salvación.
La nueva distribución de las lecturas en tres ciclos
dominicales y dos feriales es una respuesta a la petición del Concilio Vaticano
II:
A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con
más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la
Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las
partes más significativas de la Sagrada Escritura (SC 51).
No hay comentarios:
Publicar un comentario