Normalmente el domingo que sigue a la fiesta de la Epifanía es dedicado a celebrar el bautismo de Cristo, este año se celebra el domingo 12 de enero y señala la culminación de todo el ciclo natalicio o de la manifestación del Señor. Es también el domingo que da paso al tiempo durante el año, llamado también tiempo ordinario.
El bautismo en el Jordán fue para Jesús dejar la vida silenciosa de Nazaret y el comienzo de su misión mesiánica. Isaías habla del elegido que promoverá el derecho y la justicia, curará y librará. El "elegido" fue investido como Mesías en las aguas del Jordán donde se escuchó la palabra del Padre.
En muy poco tiempo la liturgia nos hace pasar de la cuna a la madurez.
Cristo estuvo preparándose para su misión durante 30 años, una misión que consistió en hacer cercano al hombre el Reino de Dios.
A lo largo de esos años Jesús fue descubriendo su identidad. Para descubrirlo, Jesús siente una llamada especial, es lo que hoy recordamos en la fiesta de su Bautismo.
La fiesta del Bautismo del Señor nos lleva al inicio de las cosas, a la génesis misma del mundo. Así como en el principio el Espíritu se cernía sobre la superficie de las aguas, en la escena que hoy contemplamos, el que va a ser Redentor de la humanidad brota de las aguas esenciales y es señalado por el Espíritu eterno como Salvador.
Jesús está a punto de iniciar su misión y busca a Juan Bautista, que predicaba junto al Jordán. El evangelio asegura que Juan se veía como un siervo del Mesías, anunciador de su llegada. Él decía no ser digno de desatarle las sandalias.
Jesús, pues, se acerca a Juan. Quiere ser bautizado. Es claro que no viene por un bautismo de regeneración, sino que quiere inaugurar su tarea.
El Padre de los cielos convierte la escena en una escuela personal para Jesús. Él nació de las entrañas de María. Ahora, al salir del agua, oye al Padre Dios decirle: “Tú eres mi Hijo muy querido”. Igual que su Madre le presentó a los pastores y a los magos del Oriente para que le adoraran, el Padre quiere empezar a presentarle ante el mundo, señalándolo como su “predilecto”. Por fin, igual que la estrella le distinguió entre la multitud, Jesús ve cómo el Espíritu Santo le reconoce entre la muchedumbre y, así como la paloma va derecho al lugar de su origen, viene a él para habitar en él. El Espíritu sabe que Jesús es su hogar perpetuo.
El Bautismo del Señor, además, inaugura el anuncio del Reino del Padre y constata que Jesús inicia la nueva creación. El Señor aparece ante nuestros ojos, finalmente, como nuevo Moisés que, rescatado de las aguas, inició el proceso que culminaría con la ruptura de las cadenas de esclavitud que ataban de pies y manos a sus hermanos.
Finalmente, nosotros confesamos que Dios nos hizo sus hijos en la fuente bautismal. Esta es nuestra fe: Cristo, que asumió nuestra carne y sangre, santifica las aguas comunicándoles fuerza redentora que se nos transmite en el bautismo. La acción salvífica de Dios actúa en su Hijo predilecto, Jesús, que sintetiza todo: el Espíritu, el agua y la sangre. Jesús como Dios que es, habiendo iniciado las cosas en las aguas primordiales, las restaura en las aguas bautismales.
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