
Cada 1 de noviembre la Iglesia Católica celebra la
Solemnidad de Todos los Santos, de todos sin excepción: tanto los reconocidos
oficialmente como los anónimos. Esta es la gran celebración de aquellos que
comparten el triunfo y la gloria de Cristo para toda la eternidad, en virtud a
haber cooperado con la Gracia del “Espíritu Santo que habita en nosotros” (2
Tim 1, 14), poniendo todo empeño en seguir de cerca al Maestro.
Por eso, la Iglesia se viste de blanco en este día, pues
se ve confirmada como madre que convoca a sus hijos a la salvación; mientras
que estos se ven fortalecidos por el ejemplo y la intercesión de quienes
tomaron la delantera en el camino de la fe, la esperanza y la caridad.
Todos
estamos llamados a la santidad
San Juan Pablo II, en la homilía de la misa dedicada a la
Solemnidad de Todos los Santos, en noviembre de un ya lejano 1980, decía: “Hoy
nosotros estamos inmersos con el espíritu entre esta muchedumbre innumerable de
santos, de salvados, los cuales, a partir del justo Abel, hasta el que quizá
está muriendo en este momento en alguna parte del mundo, nos rodean, nos animan
y cantan todos juntos un poderoso himno de gloria”.
Y es que esta Solemnidad es un día propicio para
compartir el júbilo por la obra salvífica de Dios a lo largo de los siglos.
Obra que no se detiene jamás y que se renueva, a cada instante, en cada ser
humano que responde amorosamente a la gracia de Dios, a su misericordia. Ser
santo es vivir el llamado a la plenitud humana en el amor.
“Son
demasiados”: orígenes de la celebración
La Solemnidad de Todos los Santos tiene sus orígenes en
el siglo IV, cuando el número de mártires de la Iglesia llegó a ser tal que era
imposible destinar cada día del año para recordar a cada uno de manera
independiente. Entonces, la Iglesia optó por hacer una celebración conjunta
para honrar a todos los que habían alcanzado el cielo, en un solo día, una vez
al año.
Cuando el 13 de mayo de 610, el Papa Bonifacio IV (p.
608-615) dedicó el Panteón romano (donde antaño se daba culto a los dioses) al
culto cristiano, consagró el “nuevo” templo a la Bienaventurada Madre de Dios
(Santa María la Rotonda) y a todos los mártires. A partir de entonces, la
celebración de Todos los Santos quedó fijada en esa fecha y así permanecería
por muchos años, hasta que el Papa Gregorio IV (p. 827-844), en el siglo IX,
trasladó la celebración al primer día del mes de noviembre. Es muy probable que
la decisión del Papa Gregorio haya respondido al deseo de contrarrestar la
fiesta pagana del “Samhain” o año nuevo celta, que se celebraba la noche del 31
de octubre.
Contrarrestando
el espíritu comercial y pagano
Hoy, la Solemnidad de Todos los Santos compite, en
distintos ámbitos de la cultura, contra la “noche de Brujas” (Halloween) y su
espíritu comercial y profano. Por eso, es necesario que no perdamos de vista
aquello a lo que estamos llamados como cristianos: a vivir la santidad y
realizar todo bien que provenga de Dios.
En el año 2013, el Papa Francisco hizo una hermosa
exhortación a la multitud que lo acompañaba en la celebración de esta
Solemnidad: “Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de
apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte
guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios”.
No olvidemos nunca que ¡estamos llamados a ser santos! Y
que debemos recordar y agradecer la vida de tantos hombres y mujeres que lo
dieron todo por amor a Jesús. Sus vidas no estuvieron exentas de dificultades,
pero haber amado a Cristo honestamente, les valió la paz en medio de la
dificultad o el dolor y la alegría en medio de la comunidad de hermanos que es
la Iglesia.
“Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y
estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son
llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella
santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (Concilio Vaticano II,
Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium).
¡Feliz Solemnidad de Todos los Santos!




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